La novia paciente


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La novia paciente

            Sentada junto a la puerta de la ermita de San Antonio, estaba Lucía Abásolo de Laucirica. La brisa empujaba contra su rostro, el velo que adornaba su cabeza. Vestía un traje largo y blanco. Estaba un poco decolorado y tenía algún que otro descosido, sobre todo en la parte más baja de la falda. Los guantes, prolongados hasta el codo, por los puños dejaban asomar un poco la piel de las manos. El pelo, largo y rubio, tenía algún que otro mechón de color blanco que se disimulaba muy bien entre el dorado cabello y el roído velo. La piel de su rostro, un poco tostada por el sol, se mantenía tersa. Solo unas suaves patas de gallo delataban cierta madurez. Los ojos eran claros y la mirada tan inocente como el primer día en que acudió a aquella ermita, con su vestido de novia y una sonrisa en los labios que el tiempo no logró apagar.

Aquel día, el de la boda, las flores cubrían al campo y el sol templaba un poco la fresca brisa de abril. A la puerta de la ermita estaba su familia y un tropel de curiosos que la esperaban para verle lucir su vestido de novia. Se iba a casar con el joven más deseado, Alejandro Alonso Rivera. Un poco apartadas del tumulto, se encontraban las muchachas del pueblo. Querían verle a él, ese día tenía que estar impecable.

Las campanas dieron las doce, hora en que se debía celebrar la misa; pero allí no llegó el novio. La madre de Lucía mandó a un muchacho para que fuera a buscarle. El grupo de muchachas que musitaba junto a la entrada del cementerio, al ver a la novia tan bien preparada, dejaron escapar alguna que otra sonrisa maliciosa. El cura, preocupado por la tardanza, salió de la iglesia y preguntó por el novio. Allí solo se encontraba Lucía y su familia, por parte de él no había nadie. Al cabo de media hora, cuando volvió el muchacho, algún que otro familiar ya se había ido. El chico estaba sofocado y no se dirigió a la novia, sino a la madre. Junto a ella y en voz baja, como cuchicheando un secreto; le dijo que Alejandro, aquella misma noche, se había marchado a la ciudad, donde le esperaba otra mujer.

Poco a poco, el pórtico de la ermita se fue quedando solo. La familia se despidió de Lucia con un resignado saludo y palabras de ánimo. El párroco trancó la gruesa puerta y, antes de marcharse, se acercó a la novia para darle un beso de despedida. Se oía al viento peinando la hierba, y el sol se acercaba al horizonte tiñendo el cielo de color rojo. La madre invitó a su hija a volver a casa. Esta se resistió de tal forma que la dejó sola, en compañía de la brisa y los graznidos de las gaviotas al atardecer. Lucía se sentó en poyo de la iglesia para esperar a Alejandro. Desde entonces la ermita de San Antonio ha tenido la visita diaria de Lucía vestida de novia y el poyo, que hay junto al pórtico, ha estado ocupado todo el día de todos los días.

Habían pasado veinte años desde aquel trance. Los vecinos del pueblo se habían acostumbrado a ver a la novia sentada en la anteiglesia. Ella seguía sonriendo como el primer día. Siempre vestía su traje de novia. Corrieron rumores de que Alejandro había vuelto al pueblo. Le habían visto en la taberna del Ayuntamiento. Nadie dijo nada a la paciente novia. Pero sí le dijeron al novio que Lucía seguía esperándole en la puerta de la iglesia, con el mismo vestido que llevó para la ceremonia a la que él no acudió. Alejandro bajó la mirada, su matrimonio en la ciudad había sido un fracaso. Lucía sí que le amaba. Al parecer seguía queriéndole. Le esperaba con el mismo vestido que él rechazo. No sabía qué hacer. La vergüenza paralizaba sus miembros. Los vecinos ya no le miraban como antes, sus ojos le culpaban. La tarde de un domingo de mayo, decidió ir a ver a Lucía. Le diría que sentía mucho haberla hecho daño, que si hubiera sabido el amor que le tenía… Que le perdonase y que estaba dispuesto a hacer lo que ella quisiera.

Por el camino de ermita, la figura blanca de la novia se distinguía desde lejos. Al verla, Alejandro aminoró el pasó. Hacía tanto tiempo de aquella boda. Según se acercaba, la imagen de aquella mujer se repetía en los recuerdos de su juventud. Era como aquella muchacha alegre que, entre buganvillas, él un día besó.

Cuando llegó y la vio junto a la entrada, creyó que allí el tiempo se detuvo el mismo día que él se marchó. Lucía estaba igual. Con esa sonrisa inocente que a nadie podía ofender. Cuando la llamó por su nombre y ella volvió la mirada; él, casi arrodillándose, le dijo:

—Soy yo, Alejandro.

Ella, con la sonrisa en los labios, mientras miraba al viento le respondió:

—No. Alejando tiene la mirada alegre, el pelo rubio y revuelto. Camina erguido y sus pasos son seguros, no se tambalea como tú. De dos zancadas se subiría a un árbol y te llevaría en sus hombros si hiciera falta. Él no tiene esa mirada triste que apaga tu rostro, ni esas manos deformadas por el reuma. ¿Sabes?, se quiere casar conmigo… pero no llega. Se ha perdido entre los caminos del horizonte. Un día vendrá. Quiero estar hermosa para la boda.

Después volvió a sentarse en el poyo. La brisa empujó el velo contra su rostro. Su cabello, largo y rubio, continuó adornando una sonrisa que nunca iba a dejarla envejecer.

©F. Urien

 

EUROPA, DEMOCRACIA Y OTRAS HIERBAS


Union_europea

Europa, democracia y otras hierbas.

Para el saneamiento bancario, Europa concedió a España un crédito de 100.000 millones de euros, de los que solo ha requerido unos 43.000 millones. La utilización de estos fondos ha supuesto la llegada de la troica para inspeccionarnos y la exigencia de unos ajustes macroeconómicos que al parecer han sido realizados satisfactoriamente. Pero ¿Quién define los ajustes que han de hacerse? ¿Quién nombra la famosa troica inspectora? Supongo que todo tiene una explicación entre consejos, representantes de naciones y demás.

A mí, como europeo, no me han dado posibilidad alguna de elegir el gobierno que ha de determinar los ajustes que los españoles hemos tragado con ruedas de molino. Dicen que se ha cumplido con los requisitos exigidos y que hemos salido de la zona de riesgo. Quizás nosotros sí, ¡quién sabe!, pero los griegos lo tienen chungo. Algunas de las medidas que se impusieron a Grecia, fueron un error. ¿A quién van a culpar los griegos? ¿Qué podemos hacer el pueblo de Europa para que las directrices sean más humanas y menos mercantiles?

La democracia parece nublarse entre los despachos de Europa. La burocracia tecnócrata de Bruselas y el dominio del más fuerte, nos gobiernan. Nadie dice que nos falte libertad.  El Tribunal de Derechos Humanos juzga que un mismo delito debe de tener penas diferentes según el estado donde se haya cometido. ¿Es eso justo? ¿Qué Europa estamos construyendo? No tengo ni puñetera idea. No he votado a la troica ni a nadie que la gobierne.

La Caída


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La caída.

Mírame, mírame caído

como nunca me habías visto.

No, no tropecé con nada,

tropecé conmigo mismo.

con esta forma de ser,

la cual ni viene ni va,

ni trae, ni deja traer…

Tropecé con mis propios pies, por no seguir el mimo ritmo.

Tropecé con mis brazos, que actuaban inconexos.

Tropecé con mi lengua. porque no dijo siempre lo mismo.

Tropecé con mis principios, que abandoné al calor del fuego.

Tropecé con mi alma, enlutada porque sus consejos no sigo.

Tropecé con mi mente, con mis ojos,

con mi boca, con mis brazos,

con mis manos, con mis uñas,

con todo mi cuerpo.

Tropecé conmigo mismo.

Allí se desplomó mi mundo,

con sus calles, sus avenidas,

sus casas, sus gentes,

sus misereas y sus mendigos.

Lo encharcaron de aguas sucias

rebosados y angostos ríos.

El Sol apagó su luz,

ya no cantaron los grillos

y a la noche silenciosa

no la enturbió ningún ruido.

Las vergüenzas del oprobio

se alzaron como un eco

de muy largo recorrido…

Y en mi alma mancillada

el rubor quebró su grito.

©Fernando Urien