
LOCURA
Aquella noche de oscura luna
cuando los barcos abrazaban el silencio del mar para dormir
y las olas escondían su cresta,
aquella noche
las sombras del cielo cayeron desoladoras y frías.
Aquella noche…
a través de la ventana de la habitación de una clínica
el silenció se acercó a la cama
donde una madre paría su dolor.
Guijarros de cuarzo chirriaban en el cristal,
las hojas secas caían sobre el inquieto lecho.
Gritaba la garganta con esfuerzos imposibles…
La luna cambió de rostro y estiró su fino rayo de luz
que traspasó la ventana
y penetró por la desolada boca.
La mar de altas olas y espuma seca, se revolvía.
La doctora gritó ¡ya está!
Y la tempestad, de redondas hendiduras,
dejó oír un llanto…
¡Es una niña!
Violentos y atragantados volvieron los gritos,
la tormenta rehízo su amalgama,
la noche cubierta de cucarachas muertas
quebró su silencio
y ardieron llamas sin fuego.
Cristales rotos se revolvían en la garganta de una madre
que dudaba de ese rayo de luz
que unas manos de porcelana a su pecho ofrecían.
¡No puede ser! ¡No puede ser, por Dios!
¡Yo no tengo molde de mujer!
Y sus brazos rechazaron el tranquilo y frágil sollozo de la niña.
El silencio se rehízo entre eslabones de sombras
helando las mantas sobre la mujer encogida.
La maleza arrancaba la fina piel; carámbanos clavados
a los pies del lecho.
Dos cuervos entraron por la ventana,
volaron en círculo sobre el blando camastro,
se posaron en los sueños
como dos demonios de ébano.
En el horizonte, un rayo de luz
a las lentas agujas del reloj
quería traer el alba.
El cristal dobló su transparencia…,
el frío viento adentró, a través de las rendijas,
sus largas uñas puntiagudas y afiladas.
Volvió el sollozo envuelto entre sábanas blancas.
No ves qué hermosa es,
envidian las estrellas el brillo de su cara.
El distante y nervioso cuerpo se revolvió en la cama.
Aún ardía…,
las espinas del campo rasgaban el tierno muslo
de una niña descalza.
Ha sido el diablo, oscura nube que el entrecejo guarda,
quien entre mis piernas ha escondido una niña
arrebatando el niño que yo esperaba.
Huele a huevos podridos, a aguas estancadas,
una nube negra cubre el olvido, la lluvia seca en el aire danza.
¿De qué diablo hablas? ¡Es tu hija!
Y volvió a dejar que el pequeño sollozo se marchara.
La astilla de un tronco podrido cruza el sueño de la mujer
hasta que el sueño sangra.
Tiembla el corazón de la tierra,
el suelo quiebra,
se tambalea la cama.
Ya no vuelan las golondrinas, ni los ruiseñores cantan,
los riachuelos caen
turbios a la ciénaga.
El Sol tiñe de rojo el cielo mientras las sombras se resisten
a dejar libre el cuarto donde se agita la mujer.
Ratas arrastrándose entre deshechos de basura
ratas que muerden y desgarran las penas con saña
ratas entre comida deshecha y olor de agua estanca
ratas que trastocan esperanzas
ratas a quienes no les importa cuánto el sueño sangra.
Mas, bajo el lecho del alma atormentada ha prendido una chispa,
la chispa ha encendido una llama…
Entre las zarzas se oye el canto de un cascabel,
un rayo de luz acaricia la almohada,
Entre sábanas bordadas y pañales blancos
se acerca otra vez la niña.
El silencio del cuarto por paredes y techo se arrastra…
Ya no llora.
La madre, inmóvil y tiesa como una estatua, espera en la cama.
El canto de un ruiseñor traspasa los cristales y saluda al alba.
La sombra del bebé con la de su madre forman una sola sombra, larga, larga;
y besan sus labios el pecho que por ofrecerse desborda de ganas.
Llueven lágrimas bailarinas.
La habitación se llena de color.
Sobre un hilo de música en el aire
el brillo azul de una estrella de cristal danza.
La pequeña mano toma el pecho que sin querer a la niña amanta.
Entra el sol.
Los latidos se acompasan,
atempera la habitación.
Ya no están los cuervos, ni las aguas podridas, ni las ratas…
Solo calor de hogar,
olor a hogaza de pan recién hecho.
Una brisa de crisantemos alumbra el cuarto e ilumina
la sonrisa de una madre
húmeda de lágrimas blancas.
©F. Urien