La caída.
Mírame, mírame caído
como nunca me habías visto.
No, no tropecé con nada,
tropecé conmigo mismo.
con esta forma de ser,
la cual ni viene ni va,
ni trae, ni deja traer…
Tropecé con mis propios pies, por no seguir el mimo ritmo.
Tropecé con mis brazos, que actuaban inconexos.
Tropecé con mi lengua. porque no dijo siempre lo mismo.
Tropecé con mis principios, que abandoné al calor del fuego.
Tropecé con mi alma, enlutada porque sus consejos no sigo.
Tropecé con mi mente, con mis ojos,
con mi boca, con mis brazos,
con mis manos, con mis uñas,
con todo mi cuerpo.
Tropecé conmigo mismo.
Allí se desplomó mi mundo,
con sus calles, sus avenidas,
sus casas, sus gentes,
sus misereas y sus mendigos.
Lo encharcaron de aguas sucias
rebosados y angostos ríos.
El Sol apagó su luz,
ya no cantaron los grillos
y a la noche silenciosa
no la enturbió ningún ruido.
Las vergüenzas del oprobio
se alzaron como un eco
de muy largo recorrido…
Y en mi alma mancillada
el rubor quebró su grito.
©Fernando Urien
A veces el que cae es el que creíamos que éramos, y se nos revela el que en realidad somos.
Y a veces andamos de tropiezo en tropiezo.
Un abrazo